Cuando la otra noche el regidor de producción entró en camerino y nos dijo: es la hora, cuando queráis. Tras él, en fila de uno, nos encaminamos por un pasillo estrecho y oscuro que nos condujo al exterior del edificio para subir por una escalera metálica muy empinada que conducía a la planta de arriba y que desembocaba justo en la parte trasera del escenario. Había comenzado a llover. De los cinco yo cerraba la comitiva, no sé, pero lo hago siempre así, digo yo que será para asegurarme de que no se me pierdan los compañeros o tal vez porque, caminando el último, observo a todos y confirmo que no estoy sólo. De igual modo siempre soy el último en subir al escenario. Llevo casi 40 años padeciendo lo que se llama miedo escénico, es como un cosquilleo por toda mi periferia, algo que excita el latido de mi corazón y mis manos tiemblan, tanto, que no suelo comenzar nunca el show con un tema que tenga dificultad de ejecución porque corro el riesgo de fallar bastantes notas. Somos muchos los que experimentamos esa sensación que describo, las celebres mariposas en el estómago que dicen muchos actores. A Terry, la tensión le desataba el vientre y aún recuerdo en alguna ocasión tener que esperarlo a la puerta del servicio mientras los silbidos de los más impacientes se iban ampliando. Lo cierto es que la otra noche había un plus añadido por cuan especial era el momento: Asfalto de nuevo sobre un escenario en la ciudad que lo vio nacer, menudo titular, y todo ello a pocos centenares de metros del local de ensayo de la vieja Aniana, justo donde tomaron forma nuestras primeras canciones. ¡Quién me lo iba a decir que treinta años después…!
Normalmente intento no mirar al público hasta que comenzamos a sonar, justo cuando el calor de los focos inunda el espacio que pisamos; la otra noche, en ese momento percibí un paisaje lleno de rostros sonrientes que nos enviaban un mensaje afectuoso que ya nos iba a acompañar durante las más de dos horas siguientes. Y así, poco a poco, del mismo modo que cuando uno salta al agua de una piscina, tras ese impacto brusco, comenzamos a sentirnos plácidos y relajados. Felices, inmensamente felices.
Me cuesta aunque quiera poder trasmitiros la cantidad de cosas que pasaron por mi mente, la cantidad de recuerdos, de sensaciones que, provenientes de otro tiempo, por causa de quien sabe que condición mágica, volvieron a posarse en mi alma. Cada canción, cada vieja pieza de ese puzzle que armamos entre un puñado de músicos, fue recomponiendo todo el mito que nos fue inundando poco a poco todos los sentidos, un caudal de sentimientos que cada cual siente como propios y exclusivos aún cuando son de todos. ¿Qué importa quien ha escrito la canción? La canción, cuando suena, ya es de todos; de la misma forma que un cuadro deja de pertenecerle al pintor cuando lo cuelga en la pared; los colores son propiedad de la mirada que los observa no de la paleta que los pinta y los mezcla.
Cuando era más joven; mejor dicho, cuando era joven, aceptaré que ya no lo soy; supongo que como tantos otros a esa edad en la constante búsqueda de la identidad propia, del espacio reservado y de todas esas tonterías que construimos en esos años para delimitar nuestro propio yo, ansiaba ser dueño de cosas, materiales en su mayoría pero también quería ser titular de intangibles tipo: respeto, reconocimiento, admiración, etc. Reconozco mi empeño y mi afán por dejar mi huella, por justificar mi existencia subrayando que estaba dispuesto a trascender, que el hijo de un ferroviario podría dar mucho juego si se ponía a construir canciones. Pues bien, si por entonces algún visionario, o alguien venido del futuro, me hubiera contado que tantos años después un buen puñado de seres humanos iban a sentirse emocionalmente vinculados con alguna de aquellas piezas surgidas como esbozos sobre un papel en la soledad de mi habitación, o en un sucio local de ensayos, justo en esos momentos en los que te adelantas a la llegada de los demás y en solitario la guitarra o el piano se hacen tu cómplice al servicio de una idea que te viene dando vueltas desde días atrás. Pues eso, que para nada me lo hubiera creído, pero, sucedió.
Debiera sentirme orgulloso porque algo así se haya materializado; pues no, no es esa la sensación que percibo, no desde el escenario, ni tampoco desde abajo, desde la vida misma. Cuando lo pienso es como que me siento una pieza dentro de un momento esencialmente mágico, un momento cierto; quizás sí, como alguien parecido al maestro de una ceremonia que posibilita la comunicación entre unos y otros, que, por momentos se materializa y todos somos capaces de ser felices a la vez. Me veo a mí y veo al grupo, todos convertidos en una especie de “médium” que conecta con un nivel sensorial superior utilizando el lenguaje de la música, un lenguaje que se percibe directamente con el corazón. Una ceremonia mágica y maravillosa que no se puede explicar, salvo a aquellos que son capaces de conectar en la misma frecuencia que tú.
Gracias por sintonizar y participar de ello.