lunes, 27 de diciembre de 2010

El Color del Cristal con qué se Mira.


Hay un dicho popular que dice así: «Nada es verdad, nada es mentira, todo depende del color del cristal con que se mira».

Muchas veces el concepto “verdad” se disfraza de mentira, o viceversa. Y es que, desde que nos sentimos con la capacidad de tomar nuestras propias decisiones, desde que existimos como seres con criterio, desde que adquirimos la capacidad de apreciar, nos llevamos toda una vida intentando discernir entre lo cierto y lo falso. La verdad es necesaria porque nos entrega la certeza y nos habilita dentro del orden que rige todo aquello que rodea y gobierna nuestra existencia.

Muchas veces la verdad se nos hace esquiva y nos pasamos la vida lanzando preguntas que no siempre encuentran respuesta, eso nos mantiene ignorantes. Hay quienes se preocupan por acercarse a las verdades compartidas, verdades avaladas por la sabiduría de quien se ha preocupado en saber. Otros, sin embargo, entienden la verdad como una, sostenida por un dogma de fe absoluto, relativizando todas las demás verdades. Es cierto también que la verdad es un concepto a menudo ambiguo y difuso, un poliedro multi faz, algo que se nos hace esquivo cuando con más intensidad lo buscamos. Pero aun así, con ello, o a pesar de ello, no nos queda otra que sostenernos en este mundo en un punto de equilibrio con base de certeza.

No es este un estudio reflexivo sobre el concepto “verdad”, o sobre su antónimo “mentira”, pero sí que, a modo de introducción, he tenido a bien considerarlo sobre un tema que nos ha suscitado la actualidad. Me estoy refiriendo a la manoseada “Ley Sinde”.

Yo sé que es estrecha y difusa la línea que separa ámbitos de libertad. Sabemos y aceptamos que la libertad de unos acaba justo donde empieza la de otros, pero, esa línea, muchas veces zigzaguea demasiado. Este es el caso. Internet ha supuesto la gran revolución de nuestro tiempo, una herramienta soñada que pone en nuestras manos cantidades inmensas de información. La Red está cambiando vertiginosamente las formas del tratamiento de la información, del acceso al conocimiento, y sólo por eso ya nos hace más libres, y todo ello está sucediendo a una velocidad vertiginosa, difícil de asimilar. Estos cambios traen consigo nuevos hábitos que afectan al modo en que desarrollamos nuestra vida, no sólo la de la colectividad, sino la del propio individuo que tiene la sensación de disponer de todo el conocimiento, de disponer, de utilizar todo aquello que puede precisar. Y así muchos son los procedimientos que están quedando obsoletos, y muchos los que lo harán a medio y largo plazo. En definitiva, cambios.

El mercado surge cuando alguien propone suministrar algo que otro demanda, así fue y en esas se ha desarrollado todo un entramado que, durante siglos, ha funcionado con cierta coherencia. Pero resulta que llegamos a la sociedad de la hiper información y se ha desembocado en la realidad perversa que hoy tenemos. Al disponer de la herramienta para comunicar, se crean productos en busca de consumidor, al que se le hace creer que tiene la necesidad de consumirlos. Bien, hasta aquí, nada nuevo porque en el siglo XX ya era evidente la sociedad del consumo, la cual, en el XXI, se nos presenta en versión corregida y aumentada: una sociedad que ya sólo se sostiene si el sistema sigue girando —quiero decir consumiendo—.

Pues bien, Internet puede llevar al grado supremo el consumismo, en tanto en cuanto permite, a costo casi o igual a “0”, difundir todos aquellos productos que un consumidor, cada vez más obsesionado por los buenos precios, pueda conseguir. Y así, todo se abarata, y se abarata más. Siempre habrá un país sin leyes dispuesto a producir todo aquello que pueda ser demandado; por supuesto utilizando mano de obra barata, formas de explotación que recuerdan los tiempos de la esclavitud. Y así se consigue sostener el mercado, sustituyendo calidad por cantidad (palabra que me he comprado una camisa por 5€ y no en rebajas). Y así, los precios bajan, y siguen bajando, hasta llegar a depreciarse irreversiblemente el valor de las cosas. Y todos felices mientras, sin pararnos a pensarlo, nos hemos puesto todos a mear contra la dirección del viento.

Sí, amigo, ya estamos ahí, con los zapatos mojados. Ya estamos en coste del producto igual a “0”. No es broma, esto es lo que ya pasa con los intangibles, con todo aquello que es susceptible de convertirse en un fichero digital. Y no pasa nada. Todos felices porque el campo no tiene puertas. Además: ¿Qué valor tiene una película? ¿Qué valor tiene un diseño informático? ¿Qué valor tiene un libro? ¿Qué valor tiene una canción? Ya era hora de que nos libráramos de la tiranía de la industria cultural que durante años nos ha estado obligándo a pagar precios desconsiderados. Por poner un ejemplo: hemos llegado a pagar hasta ¡8 Euros por una entrada de cine! cuando, con ese dinero, podíamos comprar hasta dos baldes de palomitas, rectifico, uno y medio, no es cuestión de exagerar. Y así, lo mismo con tantos y tantos productos que, “afortunadamente”, hoy ya podemos conseguir a golpe de un simple click en la Red de autopistas telemáticas propiedad ¿de quién?: de los que siguen siendo dueños del dinero, aquellos que también, hasta ahora, invertían en la industria cultural.

No quiero desvirtuar con sarcasmo el sentido de algo que me parece muy serio. Soy y seré siempre un defensor a ultranza de Internet y bendigo la inmensa sensación de libertad que me procura al permitirme saber y opinar de todo, y de todos, sin que hasta ahora, nadie, ningún estamento, filtre mis palabras. Pero acepto la responsabilidad en que pueda incurrir si ofendo a quien no puede defenderse. Para ello acato las leyes que regulan la convivencia que nos hemos dado, y sí, es cierto que no estoy de acuerdo con muchas de ellas, pero no hay que olvidar que, dentro de toda la imperfección que nuestro sistema legal pueda albergar, radica el hecho de que no hemos sido capaces de dotarnos de otro mejor.

La industria cultural es la que es, y puede que los acontecimientos le estén haciendo pasar por una cura de humildad que le debiera llevar a reflexionar si es que, antes de que todo esto se desatara, no había perdido los papeles. Espero que una profunda reflexión les haga reconsiderar su sentido original y les retroceda a su esencia: ser canalizadores del talento. Pero, nos guste o no, sin una industria cultural, la cultura, no encontrará cauces, y asumo lo que digo y con la contundencia que lo afirmo. Me parecen un montón de palabras difusas, respetables, por supuesto, las opiniones de los que dicen que hay que cambiar el modelo de negocio, que Internet se asocia perfectamente con los que no tienen acceso a otras formas de comunicación y que, gracias a la Red, puede un creador comunicar su existencia. No nos engañemos, ni el creador sabrá, ni querrá, sacar de su tiempo para dedicarse a informar de la existencia de su obra; un trabajo de hormigas, por cierto. Esto no fue así nunca: el pintor caminaba con sus cuadros bajo el brazo, pero lo hizo sólo hasta que comprendió que aquello le quitaba de pintar, y entendió lo útil que era considerar un socio que procurara una salida para sus obras mientras él se dedicaba a crearlas. A los músicos nos pasa lo mismo: si vendes, no haces música. Y eso es así. Tenga la dimensión justa y razonable que tenga que tener, apuesto por la continuidad del socio comercial que canaliza la salida de las obras a la calle, a la Red; para mí es una necesidad.

Se han dicho muchas cosas acerca de la Ley que se ha llevado al Parlamento. De verdad que he leído muchas de ellas porque, como todo el mundo puede imaginar, soy un afectado. He tratado de aproximarme a la verdad, a cuanta verdad hay entre los que sostienen que la Ley terminará por restringir los derechos de los consumidores, la libertad y otros derechos fundamentales de la ciudadanía, y no vislumbro como es que se pueda producir tal presunto daño. Pero como tampoco me siento poseedor de la verdad, seré cauto a la hora de juzgar tales opiniones. Pero sí que tengo una certeza que no quiero dejar de comunicar aquí, y es que, si no se interviene, el futuro que nos depara a los creadores, es ruinoso. No tengo demasiado arraigado el sentido de la propiedad, de veras que no, pero sí que me siento impotente cuando observo que cualquier usuario puede apropiarse de mi obra sin que yo pueda hacer nada. En definitiva, ¿qué valor tiene mi música si su costo en la Red es igual a “0”? ¿De qué vivirán los creadores en el futuro, cómo pagarán el costo de sus vidas? ¿Alguien tiene una respuesta esperanzadora? Lo agradecería. Nadie hasta ahora me la ha brindado.

El otro día, mientras desayunaba en la cafetería dónde suelo acudir cada mañana, el dueño me confesaba, con cara del que ha evitado pagar una cuenta, que se había bajado un fichero con cerca de 500 canciones. A la hora de pagar el café le dije, con un tono parecido al suyo, que había descubierto la forma de marcharme cada mañana sin pagar. Lógicamente me respondió, en tono amistoso, por supuesto, que eso era un robo y avisaría a la policía. Le respondí que de qué forma puedo yo denunciar a quien se queda con 500 canciones sin el permiso de sus dueños.

Y claro, ya sé que este es un discurso muy simple al que nadie se opondrá. «Tú también tienes derecho a ganarte la vida…» —me dicen—. Y yo pienso, sí, pero no podrá ser haciendo música.

La verdad y la mentira a través del cristal con qué se mira… Afirmo que éste es enormemente transparente e incoloro.