Aquella mañana no se hablaba de otra cosa en el taller. Antonio,
el joven aprendiz de carpintero, trataba de pegar la oreja a todo murmullo a su
alrededor. Tenía la sensación de que algo grande se avecinaba. Se paraba,
barriendo y rebarriendo con persistente afán, las virutas alrededor de una
conversación. Tan obvio que fue reprendido por el maestro Nicolás. —Tú a lo tuyo—.
Aun así, ávido de saber que se cocía, trataba de captar el sentido de
aquellos murmullos que con evidente sigilosidad mantenían los mayores. Que si
se había proclamado la República en un pueblo del País Vasco, decían; que si en
Barcelona la gente se había echado a las calles portando senyeras y tricolores; y
que tres cuartos de lo mismo sucedía en Valencia y en otras ciudades. En fin, noticias sin confirmar pero intrigantes. En esas llegó a
escuchar que el Rey iba a abdicar ¿Abdicar? ¿Qué es eso? Se preguntó. La palabra se quedó resonando en su inquieta
mente hasta que su curiosidad no pudo más y se dirigió al más cauto, y
posiblemente más sabio, de cuantos integraban la plantilla de aquella vieja y
ruidosa carpintería de la calle Áncora.
—Tomás ¿me puede decir qué significa abdicar?
Sorprendido el viejo interrumpió la faena y lo miró por encima de sus lentes, arqueando sus
blancas cejas totalmente impregnadas de serrín.
—¡Coño…! ¿Dónde has escuchado esa palabra?
El chico se acercó sigiloso al oído del veterano oficial.
—Se la he escuchado a esos— Señalando en dirección al grupo
que aún mantenía el corrillo, compartiendo conversación y pitillo.
—Llevan toda la mañana de
cháchara, luego vendrán las prisas.— Apuntó Tomás con gesto resignado.
—Abdicar significa que un rey deja de serlo.— Eso es.
—¡Vaya! ¿Entonces el rey Alfonso ya no va a ser nuestro Rey?—
Respondió el joven con acento intrigado.
—Tranquilo hijo, eso no va a pasar en España. A los reyes hay que cortarles la cabeza para que dejen de serlo y aquí los militares
no lo van a permitir.— Argumentó el buen hombre.
El muchacho continuó a lo suyo. A mediodía, como todos los mediodías,
salió del taller a buscar el cuartillo de vino que el maestro le encargaba
traer de la bodega para acompañar su almuerzo. Tras un empapado mostrador de cinc, Manolo, el bodeguero persona extrovertida y afable, le aguardaba como cada día. Le solía esperar medio
vasito de gaseosa con aceituna, en cierto modo era la forma que aquel hombre tenía de fidelizarle como
cliente y evitar así que se fuera a la competencia; el barrio estaba sobrado de
establecimientos como el suyo.
—Manolo ¿sabe usted que el rey va abdicar?
—¡Abdi.. qué!— Respondió el bodeguero.
—Que se va de ser rey.—
—¿Muchacho quién te ha dicho a ti eso?—
—Lo he escuchado por ahí. Como resulta que han ganado las elecciones los
republicanos…— Respondió el muchacho como presumiendo de estar informado.
—Yo no me meto en esas cosas y tú tampoco debieras, ni nos va ni nos viene, que de la política no salen más que guerras. ¡Dios
mío este país…! ¿Sin Rey que haríamos?. Sin alguien que nos mande con mano dura verás que terminaremos matándonos
los unos a los otros. Somos mala raza. No lo olvides chico: muy mala raza.
De seguido entró en el estanco a comprar la
picadura que así mismo le había encargado el maestro. Al ruido de una campanilla que sonaba cuando ase abría la puerta, atendía Fernando. Un mutilado
de guerra, veterano de la de África y superviviente del desastre de Annual. Sufría
la cojera que le produjo un involuntario tiro de fusil de un compañero, aquel accidente le destrozó el
fémur y la posibilidad de una vida normal: eso le condenaba a apoyarse en una muleta para desplazarse. De carácter
gruñón, justificaba sobradamente el dicho popular que decía: “tienes más mala leche
que un cojo”. Pero, aun así, solía ser complaciente con los pequeños del
barrio, a los que, a veces, obsequiaba con alguna golosina. Los observaba mientras jugaban, tal vez añorando los tiempos en los que él mismo lo hacia por esas mismas calles; ellos a las canicas, ellas al truque. Permitía cierto acercamiento
a su persona por parte de nuestro protagonista, al que gustaba coleccionar cajetillas vacías que el estanquero le proveía. Con su complicidad ya andaba en esas de iniciarse en el hábito de fumar de vez en cuando, clandestinamente un
cigarrillo. El olor a tabaco fresco del estanco le resultaba de lo más agradable.
—Fernando, ¿sabe usted que el Rey va a abdicar?
—¡Ojalá, que se vaya a tomar por culo! Dios lo quiera.— Respondió
sacando lo más ácido de su carácter al tiempo que juntaba las manos y las
agitaba mirando al techo desconchado del establecimiento.
—¿Cree usted que eso va a suceder?
—Espero que sí. El pueblo no le quiere, ni a él ni a toda
esa retahíla de mangantes que le rodea.
—Es que dice Manolo, el de la bodega, que si se va puede
haber una guerra entre españoles.— Trasladó a su interlocutor lo que acababa de
escuchar.
—Qué sabrá ese ignorante. Pues, sabes qué te digo: que la haya si la tiene que haber, a ver si así somos
capaces de poner justicia en este puñetero país. ¿Has
visto mi pierna? ¿Qué hacía yo en África? ¿Qué se me había perdido allí? Nada.
Pues eso. Me llevaron para defender los intereses de cuatro cabrones
uniformados.
—Fernando... ¿entonces cree usted que si se va será para bien?—
—Mira Antoñín. No hay peor refrán que el que dice que más
vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. Lo malo es malo. Y lo por
conocer, será bueno o no, pero eso está por ver. Yo no quiero que vosotros
—señalándole con el dedo— tengáis que vivir ninguna guerra, pero si eso
sucede y con ello se consigue sacar de este país a todos esos privilegiados que nos gobiernan a su interés y antojo, pues sea bienvenida.
El joven Antonio concluyó su jornada, todo el tiempo
pensando en si lo que decían que estaba sucediendo sería bueno o malo
para él. Por un lado pensaba que el Rey no le había hecho nada, pero que
tampoco era justo que por derechos dinásticos lo pudiera ser
y no él mismo, o cualquier otro. Visto por ese lado, la república, que era lo que
tenían en Francia, sí que permitía que cualquiera pudiera llegar a ser
presidente y gobernar.
Terminó por decantarse republicano cuando, tras salir del
taller, acudió a Cibeles acompañado de un amigo, inquieto como él. Aquello hervía, la gente se
abrazaba. Las banderas tricolores estaban por todas partes ¿de dónde habían salido? Una muchedumbre
subió calle Alcalá arriba hasta la Puerta del Sol. Allí no se cabía. Y lo
sorprendente es que no había ni ejército ni guardia civil que reprimiera. Miles de paisanos manifestando su alegría. Gente con la esperanza de
acceder a una vida mejor, más justa.
Seis años después, en las trincheras, Antonio se acordó de las
palabras de Manolo, el bodeguero: “somos mala raza”. Pero también de las de
Fernando, el estanquero. Y entre lo uno y lo otro comprendió que se asentaba la verdad, una verdad que no
justificaba el gran desastre de la guerra pero que tampoco la evitaba.
Hoy, un 14 de abril que se aleja 82 años de aquel, he
sentido ganas de sacar mi bandera tricolor y ponerla en el balcón, pero no lo
he hecho, me basta con que ondee en lo más profundo de mi corazón. Y sí, conservo una bandera republicana en mi
armario en homenaje a todos aquellos que un día depositaron en la República
todas sus esperanzas. Pero en especial lo hago en recuerdo del joven Antonio,
aquel muchacho aprendiz de carpintero que terminaría siendo mi padre. Un hombre justo y bueno al que las consecuencias de la Guerra Civil le robaron su derecho a ser libre y poder expresar públicamente sus ideas; que tenerlas, las tenía. Falleció muy joven. Su espíritu inconformista y libre llegó hasta mí a través de sus genes. Gracias papá.