Cabría saber qué se entiende por el precio de las cosas. Para muchos es el valor que pone el propietario, para otros es el costo de lo que el comprador o usuario está dispuesto a pagar. En la sociedad mercantil en la que nos hayamos inmersos, el precio lo decide el “mercado”; dicen que justo equilibrio entre la oferta y la demanda, si es que no ha pasado por allí el especulador.
El bazar en el que se negocia, se regatea, se chalanea y se trapichea con el valor de los bienes, está sujeto al equilibrio entre el criterio del que compra y del que pretende vender. Pero lo que jamás queda en entredicho, es que los productos, mercaderías y servicios estén exentos de valor (el que quiera que sea). Y no lo están porque todo el mundo reconoce que son resultado del esfuerzo de la mano y la mente humana que los alumbró.
Hasta aquí nadie cuestiona el argumento, tan antiguo como la civilización, pero, henos aquí que la cosa se pervierte llegados al mundo de los intangibles; el de las ideas creativas que una mente inquieta, estimulada por las emociones y los sentimientos, produce en forma de música. Y más en los últimos tiempos en los que el acceso a los bienes “digitalizables” se ha hecho universal e impunemente asequible.
A los autores nos cuesta cada vez más reclamar nuestro derecho a poner valor a lo que hacemos. Sufrimos para que la sociedad, al margen de las leyes que así lo acreditan, nos reconozca de natural como propietarios de un bien tan cierto como cualquier otro tangible. Así las cosas, la tarea se nos antoja cada día más compleja por cuanto pareciera que se ha instalado en la opinión pública el concepto de que: aquel que disfruta haciendo lo que hace no emplea esfuerzo. Y no es así. Claro que el autor crea porque siente la necesidad de hacerlo, pero también entrega su obra a los demás para su uso y disfrute. Cuando el proceso creativo concluye, el autor debe acudir a sostener económicamente su vida como cualquier otro individuo.
Parece mentira que a estas alturas aún tengamos que estar explicando esto. Y es que semeja que se nos ve como lepidópteros que, bajo la belleza de nuestras alas, escondemos la trompa insaciable con la que chupamos el néctar de la sociedad. Cuando es precisamente la belleza de nuestras alas la que atrae a nuestros depredadores que se olvidan cuanto trabajo nos llevó diseñarlas para disfrute de la mirada de todos.