martes, 1 de julio de 2008

El Niño y La Lluvia

Tuvieron que pasar muchos años para que, ya de adulto, el niño pudiera observar la piel del planeta desde las alturas; hasta entonces le había bastado con imaginarla bajo un paraguas. Calzado con botas de goma y cargado de infinita curiosidad, la visión de valles y cañadas, de ríos y de arroyos, la obtenía caminando a paso lento sobrevolando el curso de un río tan real como su imaginación quisiera permitirle. Eran días de lluvia. Días de mucha lluvia. Lluvia de muchos días que inundaba el parque del barrio dibujando a escala toda suerte de accidentes geográficos que, observados con su mentalidad aventurera, el niño suponía enormes territorios que explorar; y lo hacía, sobrevolándolos bajo un paraguas que para él simulaba la carlinga de un fantástico avión. Los observaba uno a uno y los bautizaba en voz alta como si estuviera radiando su descubrimiento para el mundo entero: «A la izquierda el valle de la piedra blanca; allá la desembocadura del río marrón, afluente del gran azul; y al frente el gran lago de los caimanes...» Es entonces cuando inclinaba su cuerpo para realizar un vuelo rasante que le permitiera una mejor visión. 

La aventura terminaba justo cuando el paisaje se tornaba inverosímil al fundirse el parque con la acera de la avenida que tomaba en dirección a su casa. Es entonces cuando aterrizaba en el mundo real y buscaba desesperadamente un charco donde enjuagarse las botas para presentarse ante su madre en aceptable estado de revista. «¿De dónde vienes con la que está cayendo?»  —Era interrogado— Le resultaba imposible dar explicaciones, escapaba rápidamente hasta su cuarto y, tumbado sobre la cama, repasaba mentalmente tan fantástica experiencia. Pero no podría contar nada. Era terrible no poder compartir los detalles del apasionante viaje que acababa de realizar. Siempre le preocupó quedar por insensato si los demás llegaran a descubrir esa tendencia suya a imaginar, a fabular, a reinventar la realidad; en definitiva, le preocupaba ser tomado por loco y quedar fuera del entorno que le había tocado vivir. Le aterraba no encajar en su mundo más cercano: el de su familia, el de sus amigos. 

Y se hizo mayor. Creció unido a un sentimiento de miedo a ser descubierto y no ser comprendido. Miedo a ser tomado por idiota si contaba a los demás los fantasiosos y casi constantes vuelos de su imaginación. Y fue consecuente con esa tendencia suya a ingeniar un mundo a escala que poder manejar en forma más confortable, más a la medida de sus posibilidades y se dedicó a escribir historias. Encontró de ese modo la forma de dar rienda suelta a su inventiva; ahora sí, si no conocía el mar, se lo inventaba y punto. Y si en ese afán de modificar la percepción de la realidad, la dimensión del mundo no resultara ser la que realmente es, qué más da. ¿Quién puede decir, o contradecir, cual es el tamaño real de las cosas si no es aquel que cada uno le atribuye según su punto de apreciación? 

Esta primavera ha vuelto a llover como en los tiempos en que llovía. Reconozco que sólo el olor de la tierra mojada produce en mí un efecto fascinante; así, cuando llueve, me gusta salir a pasear; y lo hago con gran placer. Ya no tengo botas de goma en la que meter mis pies, ni infancia en la que meter mi espíritu. Y es por eso que trato de evitar pisar los charcos; también, por qué no decirlo: en cierto modo a mí tampoco me apetece ser tomado por loco, y menos dar explicaciones de por qué tal vez lo soy. 

No estoy muy seguro pero creo que en estos días he vuelto a ver al niño bajo el paraguas; no lo sé, tal vez no fuera él. Eso sí, me he propuesto que, de aquí al próximo otoño, para cuando de nuevo regresen las lluvias, he de perfeccionar la técnica acerca de cómo se debe pilotar un avión bajo un paraguas.

1 comentario:

  1. ... A lomos de mi mente, descubrí mi fantasia... ¿no era asi? :-)
    Enhorabuena Julio por seguir regalandonos gotas de frescura.
    ¡Nos vemos en el sigiuente concierto!
    73 de Raul, ea4acy.

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