Ha de pasar mucha vida para comprender determinados sentimientos, ciertas
emociones que experimentamos cuando nos desprendemos de un objeto, anhelo de
otro tiempo, convertido ya sólo en una reliquia, un símbolo que, al observarlo,
nos devuelve a otro momento de nuestra existencia; momento en el que nos
reconocemos... digamos que distintos.
Corría la primavera de 1994, diez años después del año de Orwell, pero
también el mío: mi empresa discográfica, la que me secuestraba el tiempo,
marchaba con viento a favor. Se habían vuelto a reunir los Asfalto y
defendíamos nuestro flamante álbum: "El Planeta de los Locos" con una
renovada esperanza de que ahora sí, tal vez, volvería a ser nuestro momento.
Complicándome la existencia había montado, con un socio del que me arrepentí
tan sólo un año más tarde, un nuevo negocio y todo parecía ir mejor de lo
esperado. En esas se me averió el coche y decidí cambiarlo por otro parecido.
Entré en un concesionario Renault y, que curioso, el vendedor terminó mostrándome un Honda
Accord; blanco, inmaculado, con apenas 30.000 kms. que estaba en venta de
ocasión. Fascinado por su línea, discreta pero elegante y a la vez con cierto
aire dinámico por su afilado perfil frontal. No tardé mucho en decidirme. Quise
observar que fue él quien me miraba a mí y me elegía como su dueño.
Sí, ya sé que esto es relatar de una forma poética una experiencia simple, pero es que fue así; palabra que sí. Pocos días después lo conducía con
placer: un auto potente, con carácter, pero muy noble y seguro. Era justo el coche
que iba conmigo; tanto así que, justo unas semanas después, la Compañía cobraba
la factura de un cliente en quiebra, aceptando como pago un flamante Mercedes.
Un coche espectacular, objeto de deseo de muchos nuevos ricos. Podía haber sido
aquel “pepino” (como dicen hoy) mi coche; pero no. El hijo de un obrero no
cabía dentro de aquel símbolo de ostentación.
Los siguientes cinco años los vivimos juntos. Su interior fue testigo de
mis reflexiones en voz alta, de mis desencantos y de mi declive empresarial. Un día llegó una orden de embargo, injusta y cruel. Fuera de mi
presencia, no quise verlo, el vehículo fue entregado cumpliendo el requisito que
ejecutaba el ayuntamiento del pueblo donde aún sigo viviendo.
Pasaron siete años y, cuando aquel coche sólo era un recuerdo, me encontré
al secretario que me dijo que mi auto llevaba todo ese
tiempo durmiendo en el garaje municipal. El juzgado jamás se hizo cargo del
embargo, así son a menudo estas cosas. Me invitó a verlo. No pude por menos que
aceptar y… de nuevo, volví a experimentar su mirada; en esta ocasión una mirada
triste: todo él cubierto de polvo, las ruedas desinfladas… en fin, hecho una
pena. Se hicieron las gestiones y en un par de meses el vehículo volvía a
circular. Me comentó el mecánico que sólo hubo que cambiarle la batería, el
aceite y demás fluidos y que, al girar la llave, arrancó a la primera con un rugido orgulloso.
Evidentemente habían pasado muchos años y aquel coche, aún conservando
intactos todos sus atributos, ya sólo salía de paseo si alguien en la familia
lo quería mover. Y así pasaron tres o cuatro años, hasta que, supongo que
deprimido por verse relegado al papel del segundón, decidió averiarse. Nadie de
la familia quiso repararlo, no merecía la pena, gastaba mucha gasolina, decían
en casa. Lo llevé al taller y allí quedó a la espera de que alguien tomara la
decisión de pagar los más de 2.000 euros que suponía volverlo a poner en
circulación. Nadie, ni de casa ni de fuera, lo hizo. Viendo que la decisión no
llegaba, a la espera de mejores tiempos lo aparcamos a la puerta de casa, como
si, formando parte de la familia, ese y no otro debiera ser su sitio.
Cada mañana, al regresar del desayuno, le he observado estos últimos años y,
en cierto modo, a veces, he creído apreciar en él la mirada melancólica de un
viejo que sólo desea el descanso eterno. En más de una ocasión le he dado una
sonora palmadita sobre su capó, como diciéndole: amigo, así es la vida… pero yo
quiero que sigas aquí. La verdad es que en el fondo sabía que el final, su
desguace, estaba al llegar.
Hoy le he visto emprender su último viaje sobre una grúa. Será la última
vez que la brisa del viento acaricie su chapa. Quisiera pensar que es algo más
que un objeto inanimado y que en estos momentos su memoria le haya llevado por
tantos y tantos recuerdos vividos a mi lado. Adiós amigo. Con él se ha marchado
algo así como un compañero que forma parte de mi pasado, uno más, convertido en símbolo de otros
tiempos en los que hubo de todo.
¿Por qué experimentamos esta clase de afectos sobre los objetos? Reflexionando
he descubierto la explicación que sin pensarlo ya expresé en la letra de
Prisionera Enmarcada (1986) “Eras papel y ahora eres vida, yo te la di…” Se ve
que hay quien sobre ciertos objetos inanimados a veces vuelca el afecto que le
sobra o que no encuentra a quién entregarlo.
Un Rocinante... de acero :)
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