Tuvieron que pasar
muchos años para que, ya de adulto, el niño pudiera observar la piel del
planeta desde las alturas; hasta entonces le había bastado con imaginarla bajo un
paraguas. Calzado con botas de goma, cargado de infinita curiosidad, la visión
de valles y cañadas, de ríos y de arroyos, la obtenía caminando a paso lento sobrevolando
el curso de un río tan real como su imaginación quisiera permitirle. Eran días
de lluvia. Días de mucha lluvia. Lluvia de muchos días que inundaba el parque
del barrio, dibujando, a escala, toda suerte de accidentes geográficos que,
observados con su visión aventurera, el niño suponía enormes territorios que explorar.
Y lo hacía sobrevolándolos bajo un paraguas que, para él, simulaba la carlinga
de un fantástico avión. Los observaba uno a uno y los bautizaba en voz alta
como si estuviera narrando su descubrimiento para el mundo entero: “A la izquierda el valle de la piedra blanca; allá
la desembocadura del río marrón, afluente del gran azul; y al frente el lago de
los caimanes...” Es entonces cuando inclinaba su
cuerpo para realizar un vuelo rasante, arriesgado, que le permitía una mayor
aproximación.
La aventura
terminaba justo cuando el paisaje que sobrevolaba se tornaba inverosímil, al
fundirse el parque con la acera de la avenida que tomaba en dirección a su casa.
Es entonces cuando aterrizaba de bruces en el mundo real buscando desesperadamente un charco donde
enjuagarse las botas. El barro era inaceptable sobre las baldosas que su madre
solía lustrar. Definitivamente debía presentar sus botas en un aceptable estado
de revista. ¿De dónde vienes con la que
está cayendo? —interrogado— le resultaba imposible dar explicaciones. Escaba
rápidamente hasta su cuarto. Tumbado sobre la cama, repasaba mentalmente su
fantástico viaje. Un viaje privado, personal e inconfesable. Sentía no poder
compartir los detalles del vuelo que acababa de realizar, pero no era cosa de
quedar por loco. Siempre le preocupó que le pudieran tomar por insensato, que
los demás descubrieran esa tendencia suya a imaginar, a fabular y a reinterpretar
la realidad; en definitiva, le preocupaba quedar fuera del entorno de
coherencia que le había tocado vivir. Le aterraba no encajar en ese mundo
cercano, el de su familia, el de sus amigos.
El niño se hizo
mayor. Pasó su adolescencia unido a un sentimiento de miedo a ser descubierto en
ese anhelo suyo por fabular. Miedo a no ser comprendido. Miedo a ser tomado por
idiota si contaba a los demás los fantasiosos vuelos de su imaginación. Consecuente
con esa tendencia suya a ingeniar un mundo a escala que poder manejar en forma más
confortable, más a la medida de sus posibilidades, ya de adulto comenzó a
escribir historias. Encontró en ello la forma de dar rienda suelta a su
inventiva; ahora sí, si no conocía el mar, se lo inventaba y punto. Qué más daba si en ese
afán suyo la dimensión del mundo no
resultase ser la que realmente es. ¿Quién puede decir, o
contradecir, cual es el tamaño real de las cosas si no es aquel que cada uno le
atribuye según su punto de apreciación? Nadie.
Esta primavera ha
vuelto a llover como en los tiempos en que llovía. Reconozco que ya sólo el olor
de la tierra mojada produce en mí un efecto de calma y bienestar; tanto así, que,
cuando llueve, me gusta salir a pasear. Lo hago con gran placer. Ya no tengo
botas de goma en la que meter mis pies, ni infancia en la que cobijar mi espíritu,
es por eso tal vez que ahora trato de evitar pisar los charcos; también, por qué no
decirlo, porque en cierto modo todavía evito ser tomado por loco, ni quiero, ni puedo, dar
explicaciones de por qué tal vez lo sea un poco.
No estoy muy seguro
pero… creo que en estos días he vuelto a ver al niño bajo el paraguas… No lo sé,
tal vez no fuera él. Eso sí, lo confieso: me he propuesto que, de aquí al próximo otoño,
para cuando regresen, si es que quieren regresar las lluvias, he de perfeccionar
la técnica acerca de como mejor pilotar un avión bajo un paraguas.
Julio Castejón.
Músico.