Me
encuentro sereno bajo un cielo majestuoso presidido por una luna llena que
juega a esconderse tras el paso de unas nubes que anuncian otoño inminente.
Puede que esta sea una de las últimas noches de verano en la meseta. Al borde
de la medianoche, el ritmo vital se apacigua y es como que el fluir de las
horas se dilata suavemente. El gato se niega a regresar a casa y yo a meterme
en la cama, él no creo que esté ni triste ni azul, ni yo melancólico, pero
escucho música antigua, música que me traslada dulcemente a los tiempos en los
que decidí que quería ser sólo músico.
Conecto
por Internet con una de esas emisoras que emiten desde quién sabe qué parte de
la superficie del globo terráqueo, ni me importa desde donde lo haga. Me
importa que todo lo que escucho me estimula, me provee de paz de espíritu y me conecta
sosegadamente con recuerdos no olvidados, pero que adormecen en esa parte del
cerebro donde se almacena lo que no preciso a diario. Son recuerdos de otros
tiempos que hoy visualizo en blanco y negro a través de unas deterioradas fotos
viejas que de vez en cuando desempolvo. Son instantáneas, muchas de ellas tomadas
con la “Werlisa” que compramos a medias Enrique Cajide y yo, que
reflejan momentos felices, momentos apasionados. ¡Dios, si por la magia de un momento pudiera
regresar para observar en color todo lo que hoy no soy capaz de ver!
Ahora
mismo suena “Penny Lane” y mi mente se traslada a la mañana de un domingo en la
que, un grupo de amigos del barrio, jugábamos a escalar el Himalaya en La Pedriza.
Recuerdo una radio a pilas sonando en el silencio de un pedregal, mientras nos
comíamos el bocata que cada cual portaba en la mochila que traíamos de casa. Y
mientras subíamos, bajábamos, cruzábamos arroyos… yo no dejaba de pensar en
ella. Me moría por volverla a ver y, casi toda una vida despues, en una noche como ésta, me gustaría
podérselo contar. Pero su imagen se difuminó hace ya mucho tiempo en mi mente y, aunque me la
encontrara de frente, jamás la podría reconocer. Y qué más da.
Dejamos
de ser quien fuimos en el momento en que nuestra imagen se proyecta fuera de tiempo. Ya todo lo que puedo hacer es imaginármela en una canción que cantársela
a quien ni tan siquiera formó parte de aquel tiempo. Hay tantas vidas en
una sola vida.
Levanto
la mirada al cielo tranquilo que me cobija y le doy las gracias a la luna que
hace de esta noche una noche perpetua, atemporal. Enciendo un cigarro, yo que dejé de
fumar hace más de un cuarto de siglo, y dejo que el humo me adormezca y poco a
poco siento la necesidad de poner mi cuerpo en posición horizontal y esperar a
que la mañana despunte amable. Me reconforta tanto poder expresar cuanto amo la
vida en momentos como éste.
Y el
gato sigue sin venir.
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