lunes, 8 de septiembre de 2014

Imágenes en blanco y negro, bajo la luz de la luna llena.

Me encuentro sereno bajo un cielo majestuoso presidido por una luna llena que juega a esconderse tras el paso de unas nubes que anuncian otoño inminente. Puede que esta sea una de las últimas noches de verano en la meseta. Al borde de la medianoche, el ritmo vital se apacigua y es como que el fluir de las horas se dilata suavemente. El gato se niega a regresar a casa y yo a meterme en la cama, él no creo que esté ni triste ni azul, ni yo melancólico, pero escucho música antigua, música que me traslada dulcemente a los tiempos en los que decidí que quería ser sólo músico.

Conecto por Internet con una de esas emisoras que emiten desde quién sabe qué parte de la superficie del globo terráqueo, ni me importa desde donde lo haga. Me importa que todo lo que escucho me estimula, me provee de paz de espíritu y me conecta sosegadamente con recuerdos no olvidados, pero que adormecen en esa parte del cerebro donde se almacena lo que no preciso a diario. Son recuerdos de otros tiempos que hoy visualizo en blanco y negro a través de unas deterioradas fotos viejas que de vez en cuando desempolvo. Son instantáneas, muchas de ellas tomadas con la “Werlisa” que compramos a medias Enrique Cajide y yo, que reflejan momentos felices, momentos apasionados. ¡Dios, si por la magia de un momento pudiera regresar para observar en color todo lo que hoy no soy capaz de ver!

Ahora mismo suena “Penny Lane” y mi mente se traslada a la mañana de un domingo en la que, un grupo de amigos del barrio, jugábamos a escalar el Himalaya en La Pedriza. Recuerdo una radio a pilas sonando en el silencio de un pedregal, mientras nos comíamos el bocata que cada cual portaba en la mochila que traíamos de casa. Y mientras subíamos, bajábamos, cruzábamos arroyos… yo no dejaba de pensar en ella. Me moría por volverla a ver y, casi toda una vida despues, en una noche como ésta, me gustaría podérselo contar. Pero su imagen se difuminó hace ya mucho tiempo en mi mente y, aunque me la encontrara de frente, jamás la podría reconocer. Y qué más da.

Dejamos de ser quien fuimos en el momento en que nuestra imagen se proyecta fuera de tiempo. Ya todo lo que puedo hacer es imaginármela en una canción que cantársela a quien ni tan siquiera formó parte de aquel tiempo. Hay tantas vidas en una sola vida.

Levanto la mirada al cielo tranquilo que me cobija y le doy las gracias a la luna que hace de esta noche una noche perpetua, atemporal. Enciendo un cigarro, yo que dejé de fumar hace más de un cuarto de siglo, y dejo que el humo me adormezca y poco a poco siento la necesidad de poner mi cuerpo en posición horizontal y esperar a que la mañana despunte amable. Me reconforta tanto poder expresar cuanto amo la vida en momentos como éste.


Y el gato sigue sin venir.

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