miércoles, 20 de marzo de 2013
A Irene, joven compositora.
miércoles, 28 de noviembre de 2012
Adiós Zaky
domingo, 22 de julio de 2012
Sectarismo Festivalero
sábado, 19 de mayo de 2012
Un Concierto para Tiempos de Desconcierto
domingo, 13 de mayo de 2012
LA ALTURA DE LA DIGNIDAD
viernes, 28 de octubre de 2011
Las Alas de las Mariposas

Cabría saber qué se entiende por el precio de las cosas. Para muchos es el valor que pone el propietario, para otros es el costo de lo que el comprador o usuario está dispuesto a pagar. En la sociedad mercantil en la que nos hayamos inmersos, el precio lo decide el “mercado”; dicen que justo equilibrio entre la oferta y la demanda, si es que no ha pasado por allí el especulador.
El bazar en el que se negocia, se regatea, se chalanea y se trapichea con el valor de los bienes, está sujeto al equilibrio entre el criterio del que compra y del que pretende vender. Pero lo que jamás queda en entredicho, es que los productos, mercaderías y servicios estén exentos de valor (el que quiera que sea). Y no lo están porque todo el mundo reconoce que son resultado del esfuerzo de la mano y la mente humana que los alumbró.
Hasta aquí nadie cuestiona el argumento, tan antiguo como la civilización, pero, henos aquí que la cosa se pervierte llegados al mundo de los intangibles; el de las ideas creativas que una mente inquieta, estimulada por las emociones y los sentimientos, produce en forma de música. Y más en los últimos tiempos en los que el acceso a los bienes “digitalizables” se ha hecho universal e impunemente asequible.
A los autores nos cuesta cada vez más reclamar nuestro derecho a poner valor a lo que hacemos. Sufrimos para que la sociedad, al margen de las leyes que así lo acreditan, nos reconozca de natural como propietarios de un bien tan cierto como cualquier otro tangible. Así las cosas, la tarea se nos antoja cada día más compleja por cuanto pareciera que se ha instalado en la opinión pública el concepto de que: aquel que disfruta haciendo lo que hace no emplea esfuerzo. Y no es así. Claro que el autor crea porque siente la necesidad de hacerlo, pero también entrega su obra a los demás para su uso y disfrute. Cuando el proceso creativo concluye, el autor debe acudir a sostener económicamente su vida como cualquier otro individuo.
Parece mentira que a estas alturas aún tengamos que estar explicando esto. Y es que semeja que se nos ve como lepidópteros que, bajo la belleza de nuestras alas, escondemos la trompa insaciable con la que chupamos el néctar de la sociedad. Cuando es precisamente la belleza de nuestras alas la que atrae a nuestros depredadores que se olvidan cuanto trabajo nos llevó diseñarlas para disfrute de la mirada de todos.
lunes, 30 de mayo de 2011
La Primavera de la Esperanza

Si no recuerdo mal, que no, el 15 de junio de 1977, acudía pletórico a depositar mi voto en las urnas. Tantos años deseando que aquel sencillo gesto pudiera ser cierto.
Pertenecía a una generación que habíamos mitificado el ejercicio supremo (por entonces) de la libertad: el derecho al sufragio. Se acuñó el slogan "Primavera de la Libertad" para definir el ambiente de las calles. Miles de carteles coloreaban las paredes, toda una ensalada de siglas a las que apenas poníamos contenido real, todo era intuido, valor supuesto. Al final mi voto se lo llevó el viejo profesor D. Enrique Tierno, que por entonces mezclaba en sus siglas ingredientes hoy imposibles, antagónicos, como el agua y el aceite: Socialista y Popular. Aquel PSP (Partido Socialista Popular) no presentaba un programa muy distinto del que proponía el PSOE, es decir: una socialdemocracia que aceptaba las reglas de la libertad de iniciativa y del mercado; pero, tal vez porque me entusiasmaba lo pausado y preciso de su mensaje, su nada altisonante tono, su exposición pragmática de las ideas sin aparente voluntad de adoctrinar, hizo que, el hijo de un socialista republicano (mi padre), no le diera el voto a los herederos de: Besteiro, Giner de los Ríos, Prieto, etc.
Aquella primavera era el preludio de un cambio tan deseado como indefinido. Y eso es justo lo que he vuelto a percibir en estos días. "Llega la primavera, y es otra primavera pero yo presiento el otoño..." decíamos en "Parque Sur" (Corredor de Fondo, 1986). Y es que no hay primavera a la que no le suceda el calor del inminente verano, calor que aletarga, para, irremediablemente, desembocar en un otoño con propósitos de enmienda. Sí, en esta primavera de la indignación, los que ya vivimos otras igualmente ilusionantes, tenemos miedo al agua de borrajas.
Pero estemos tranquilos que éste es un sistema encaminado a su propia extinción porque que ya sólo se soporta sobre la base de en un crecimiento imposible, constante e ilimitado, que degrada y agota los recursos y el medio natural. ¿Alguien se ha preguntado cuantos “fukushimas y chernoviles” podríamos soportar? Muy pocos. En este mundo sólo se piensa en el dinero, en obtenerlo, un elemento tan fundamental para la vida como el aire que respiramos; y si no se tiene, el individuo se ahoga, se asfixia. Y así es que todos lo persiguen entregando a tal fin esfuerzos que terminan por extinguir en el individuo cualquier otro estímulo vital: la relación, el conocimiento, la observación, la conversación, la ilustración y un largo etcétera de valores que han ido saliendo de nuestro catálogo de propósitos; sencillamente porque dichas actividades nos restan tiempo para buscar y conseguir dinero.
Se puede y es necesario cambiar el sistema, hay que comenzar a dar un giro hacía otro modelo porque éste está caduco y corrupto. Pero pienso que es necesario transformarlo desde dentro porque, sólo desde esa posibilidad, entiendo que se puede llegar al fin para el que se buscan medios. La utopía lo es porque se empeña en ser sólo un sueño. «Si no nos dejan soñar, nosotros no les dejaremos dormir» claro que sí, pero tampoco duerme el que provoca el insomnio del otro. Amigos la vida se vive en la consciencia de la vigilia, no en el mundo onírico.
Que no tengan duda los que se sientan a esperar como el sistema explota, revienta, porque nadie puede sobrevivir a la caída del avión en el que vuela; es preferible hablar con el piloto para convencerle de tomar tierra en lugar seguro. Si se me acepta este símil, no he querido decir otra cosa que: para que el movimiento se muestre andando, por mucho que no se quieran imitar fórmulas políticas caducas, hay que usar las herramientas de participación ciudadana que la democracia (aun cuando no sea todo lo real que deseáramos), permite.
miércoles, 23 de febrero de 2011
23F, un día como éste.
Elías era un chaval que había venido a Madrid huyendo de la fría estepa castellana. Una vez en la capital trabajó de mecánico de automóviles. Como era persona inquieta, no tardó mucho en establecerse por su cuenta. Su taller ocupaba la planta baja del inmueble contiguo al edificio donde ensayábamos, en la calle Matachel del barrio de Villaverde Bajo. Tanta prosperidad, y en tan poco tiempo, le confirió un rasgo de autosuficiencia que, pese a su origen más bien poco o nada ilustrado, no le impedía debatir sobre cualquier tema exhibiendo un desparpajo tan arrogante como necio; incluso se atrevía a discutir de política y, medio en broma, medio en serio, se manifestaba de ideología derechista y reaccionaria.
Estábamos dándole los últimos retoques al “Déjalo Así” que en un par de semanas entraríamos en estudio para grabarlo. Serían algo así como las 19h, cuando la vieja puerta de metal del local sonó golpeada con estrépito interrumpiendo la pieza que tocábamos en esos momentos.
—¡Ya va…! ¡¿Qué formas son esas? Coño!
—¿Es que no os habéis enterado que los “míos” ya han regresado? ¿Están en el Congreso?
—¡Venga Elías tío, danos un cigarrito y vete a tomar por culo…!
—Sí, sí, no me creáis, ya veréis que vais a volver a cantar el Cara al Sol.
Uno de nosotros, no sé quién, se quedó encendiendo un cigarrillo con él mientras los demás seguíamos a lo nuestro. Fue quien nos interrumpió.
—Tíos, que dice que unos Guardias Civiles han secuestrado al Gobierno en el Congreso.
—No le hagas ni puto caso, siempre está con lo mismo. Es un facha desquiciado.
Intentamos seguir con el tema pero yo me quedé con la copla y propuse que hiciéramos un “break” para tomarnos unas cervecitas en el Salinas (un bar de barrio dónde parábamos). Cuando llegamos no había nadie, salvo Alfredo, el dueño. Nada más entrar le pregunté que si se había enterado de que hubiera pasado algo. Me dijo que habían entrado en el Congreso unos Guardias Civiles disparando, que había puesto la radio pero que llevaba un rato emitiendo música militar y que por eso la había apagado. Muy excitado le dije que la volviera a poner, lo hizo y se me heló la sangre cuando escuché esa música arcaica que me retrocedía a los tiempos en que hice el Servicio Militar. Todos nos miramos y sin hacer muchos comentarios, nos bebimos apresuradamente las cervezas y regresamos al local. Por el camino me parecía que la calle del barrio estaba extrañamente vacía. Me sobrecogí. Acordamos de que lo razonable era que cada cual regresara a su casa. No tardé más de un par de minutos en recoger todo y subirme al coche. Nada más arrancar puse la radio y revisé todo el dial encontrándome con la sorpresa de que todas las emisoras emitían normalmente, cierto que todas con una programación centrada en la noticia del secuestro en el Congreso. En una de ellas se leyó un comunicado del Comité Federal de UGT, invitando a los trabajadores a estar atentos por si hubiera que salir a la calle a defender la democracia. No sé si eso me tranquilizó o me creó mayor desasosiego, porque si la sociedad civil seguía expresándose, el enfrentamiento podría llegar de un momento a otro.
Normalmente no tardaba más de 20 minutos en llegar a casa, en ese tiempo se me pasaron tantas cosas por la cabeza. Llegué a acordarme de las palabras que escuché de niño a un anciano que le comentaba a mi padre «Mire usted Antonio, yo viví una guerra, usted peleó en otra y éste (dirigiéndose a mí) también vivirá la suya…» ¿Sería esta mi guerra? ¿Otra guerra civil en esta putada de país que se llama España? ¡No, por favor! Cuando llegué a casa me encontré a mi mujer muy angustiada frente a la televisión, con la radio asimismo encendida, pendiente de todo lo que se dijera; no en vano, si el Golpe triunfaba, el coescritor de una canción como “Días de Escuela” sería carne de paredón, seguro. Mentalmente intentaba diseñar un plan de huida pero no tenía la mente para tanta conjetura. Así y todo esa noche estuve pendiente de las noticias hasta que el sueño pudo conmigo bien de madrugada.
El 24 de febrero amaneció soleado y parecía que la pesadilla se diluía. Afortunadamente aquel fantoche con tricornio que intentó pasar a la posteridad como salva patrias, consiguió el efecto contrario: que el conjunto del ejército entendiera el mensaje de la sociedad civil que se reafirmaba en que los tiempos de la barbarie, la ignominia y el desprecio por el prójimo, habían concluido y que, este país, definitivamente había reclamado para sí el derecho a elegir su destino.
Treinta años después, otra cosa es que efectivamente controlemos nuestro destino. La libertad, bien supremo que mi generación luchó por alcanzar, hoy se nos antoja hueca de contenido o, como poco, otorgada en grado de libertad vigilada; por quién, por los que mueven los hilos desde la cima del mundo, justo ellos: los dueños del dinero artífices de la especulación.
Admiro en estos días las revoluciones que se han puesto en marcha en los países árabes, y las admiro porque me sorprende que aun queden ciudadanos en el mundo que luchen por la libertad con el convencimiento de que la libertad real existe; me entusiasma pensar que haya quien lo piensa, yo a estas alturas sostengo que la liberación absoluta sólo radica en uno mismo.
Pero esa es otra revuelta…
lunes, 27 de diciembre de 2010
El Color del Cristal con qué se Mira.

Hay un dicho popular que dice así: «Nada es verdad, nada es mentira, todo depende del color del cristal con que se mira».
Muchas veces el concepto “verdad” se disfraza de mentira, o viceversa. Y es que, desde que nos sentimos con la capacidad de tomar nuestras propias decisiones, desde que existimos como seres con criterio, desde que adquirimos la capacidad de apreciar, nos llevamos toda una vida intentando discernir entre lo cierto y lo falso. La verdad es necesaria porque nos entrega la certeza y nos habilita dentro del orden que rige todo aquello que rodea y gobierna nuestra existencia.
Muchas veces la verdad se nos hace esquiva y nos pasamos la vida lanzando preguntas que no siempre encuentran respuesta, eso nos mantiene ignorantes. Hay quienes se preocupan por acercarse a las verdades compartidas, verdades avaladas por la sabiduría de quien se ha preocupado en saber. Otros, sin embargo, entienden la verdad como una, sostenida por un dogma de fe absoluto, relativizando todas las demás verdades. Es cierto también que la verdad es un concepto a menudo ambiguo y difuso, un poliedro multi faz, algo que se nos hace esquivo cuando con más intensidad lo buscamos. Pero aun así, con ello, o a pesar de ello, no nos queda otra que sostenernos en este mundo en un punto de equilibrio con base de certeza.
No es este un estudio reflexivo sobre el concepto “verdad”, o sobre su antónimo “mentira”, pero sí que, a modo de introducción, he tenido a bien considerarlo sobre un tema que nos ha suscitado la actualidad. Me estoy refiriendo a la manoseada “Ley Sinde”.
Yo sé que es estrecha y difusa la línea que separa ámbitos de libertad. Sabemos y aceptamos que la libertad de unos acaba justo donde empieza la de otros, pero, esa línea, muchas veces zigzaguea demasiado. Este es el caso. Internet ha supuesto la gran revolución de nuestro tiempo, una herramienta soñada que pone en nuestras manos cantidades inmensas de información. La Red está cambiando vertiginosamente las formas del tratamiento de la información, del acceso al conocimiento, y sólo por eso ya nos hace más libres, y todo ello está sucediendo a una velocidad vertiginosa, difícil de asimilar. Estos cambios traen consigo nuevos hábitos que afectan al modo en que desarrollamos nuestra vida, no sólo la de la colectividad, sino la del propio individuo que tiene la sensación de disponer de todo el conocimiento, de disponer, de utilizar todo aquello que puede precisar. Y así muchos son los procedimientos que están quedando obsoletos, y muchos los que lo harán a medio y largo plazo. En definitiva, cambios.
El mercado surge cuando alguien propone suministrar algo que otro demanda, así fue y en esas se ha desarrollado todo un entramado que, durante siglos, ha funcionado con cierta coherencia. Pero resulta que llegamos a la sociedad de la hiper información y se ha desembocado en la realidad perversa que hoy tenemos. Al disponer de la herramienta para comunicar, se crean productos en busca de consumidor, al que se le hace creer que tiene la necesidad de consumirlos. Bien, hasta aquí, nada nuevo porque en el siglo XX ya era evidente la sociedad del consumo, la cual, en el XXI, se nos presenta en versión corregida y aumentada: una sociedad que ya sólo se sostiene si el sistema sigue girando —quiero decir consumiendo—.
Pues bien, Internet puede llevar al grado supremo el consumismo, en tanto en cuanto permite, a costo casi o igual a “0”, difundir todos aquellos productos que un consumidor, cada vez más obsesionado por los buenos precios, pueda conseguir. Y así, todo se abarata, y se abarata más. Siempre habrá un país sin leyes dispuesto a producir todo aquello que pueda ser demandado; por supuesto utilizando mano de obra barata, formas de explotación que recuerdan los tiempos de la esclavitud. Y así se consigue sostener el mercado, sustituyendo calidad por cantidad (palabra que me he comprado una camisa por 5€ y no en rebajas). Y así, los precios bajan, y siguen bajando, hasta llegar a depreciarse irreversiblemente el valor de las cosas. Y todos felices mientras, sin pararnos a pensarlo, nos hemos puesto todos a mear contra la dirección del viento.
Sí, amigo, ya estamos ahí, con los zapatos mojados. Ya estamos en coste del producto igual a “0”. No es broma, esto es lo que ya pasa con los intangibles, con todo aquello que es susceptible de convertirse en un fichero digital. Y no pasa nada. Todos felices porque el campo no tiene puertas. Además: ¿Qué valor tiene una película? ¿Qué valor tiene un diseño informático? ¿Qué valor tiene un libro? ¿Qué valor tiene una canción? Ya era hora de que nos libráramos de la tiranía de la industria cultural que durante años nos ha estado obligándo a pagar precios desconsiderados. Por poner un ejemplo: hemos llegado a pagar hasta ¡8 Euros por una entrada de cine! cuando, con ese dinero, podíamos comprar hasta dos baldes de palomitas, rectifico, uno y medio, no es cuestión de exagerar. Y así, lo mismo con tantos y tantos productos que, “afortunadamente”, hoy ya podemos conseguir a golpe de un simple click en la Red de autopistas telemáticas propiedad ¿de quién?: de los que siguen siendo dueños del dinero, aquellos que también, hasta ahora, invertían en la industria cultural.
No quiero desvirtuar con sarcasmo el sentido de algo que me parece muy serio. Soy y seré siempre un defensor a ultranza de Internet y bendigo la inmensa sensación de libertad que me procura al permitirme saber y opinar de todo, y de todos, sin que hasta ahora, nadie, ningún estamento, filtre mis palabras. Pero acepto la responsabilidad en que pueda incurrir si ofendo a quien no puede defenderse. Para ello acato las leyes que regulan la convivencia que nos hemos dado, y sí, es cierto que no estoy de acuerdo con muchas de ellas, pero no hay que olvidar que, dentro de toda la imperfección que nuestro sistema legal pueda albergar, radica el hecho de que no hemos sido capaces de dotarnos de otro mejor.
La industria cultural es la que es, y puede que los acontecimientos le estén haciendo pasar por una cura de humildad que le debiera llevar a reflexionar si es que, antes de que todo esto se desatara, no había perdido los papeles. Espero que una profunda reflexión les haga reconsiderar su sentido original y les retroceda a su esencia: ser canalizadores del talento. Pero, nos guste o no, sin una industria cultural, la cultura, no encontrará cauces, y asumo lo que digo y con la contundencia que lo afirmo. Me parecen un montón de palabras difusas, respetables, por supuesto, las opiniones de los que dicen que hay que cambiar el modelo de negocio, que Internet se asocia perfectamente con los que no tienen acceso a otras formas de comunicación y que, gracias a la Red, puede un creador comunicar su existencia. No nos engañemos, ni el creador sabrá, ni querrá, sacar de su tiempo para dedicarse a informar de la existencia de su obra; un trabajo de hormigas, por cierto. Esto no fue así nunca: el pintor caminaba con sus cuadros bajo el brazo, pero lo hizo sólo hasta que comprendió que aquello le quitaba de pintar, y entendió lo útil que era considerar un socio que procurara una salida para sus obras mientras él se dedicaba a crearlas. A los músicos nos pasa lo mismo: si vendes, no haces música. Y eso es así. Tenga la dimensión justa y razonable que tenga que tener, apuesto por la continuidad del socio comercial que canaliza la salida de las obras a la calle, a la Red; para mí es una necesidad.
Se han dicho muchas cosas acerca de la Ley que se ha llevado al Parlamento. De verdad que he leído muchas de ellas porque, como todo el mundo puede imaginar, soy un afectado. He tratado de aproximarme a la verdad, a cuanta verdad hay entre los que sostienen que la Ley terminará por restringir los derechos de los consumidores, la libertad y otros derechos fundamentales de la ciudadanía, y no vislumbro como es que se pueda producir tal presunto daño. Pero como tampoco me siento poseedor de la verdad, seré cauto a la hora de juzgar tales opiniones. Pero sí que tengo una certeza que no quiero dejar de comunicar aquí, y es que, si no se interviene, el futuro que nos depara a los creadores, es ruinoso. No tengo demasiado arraigado el sentido de la propiedad, de veras que no, pero sí que me siento impotente cuando observo que cualquier usuario puede apropiarse de mi obra sin que yo pueda hacer nada. En definitiva, ¿qué valor tiene mi música si su costo en la Red es igual a “0”? ¿De qué vivirán los creadores en el futuro, cómo pagarán el costo de sus vidas? ¿Alguien tiene una respuesta esperanzadora? Lo agradecería. Nadie hasta ahora me la ha brindado.
El otro día, mientras desayunaba en la cafetería dónde suelo acudir cada mañana, el dueño me confesaba, con cara del que ha evitado pagar una cuenta, que se había bajado un fichero con cerca de 500 canciones. A la hora de pagar el café le dije, con un tono parecido al suyo, que había descubierto la forma de marcharme cada mañana sin pagar. Lógicamente me respondió, en tono amistoso, por supuesto, que eso era un robo y avisaría a la policía. Le respondí que de qué forma puedo yo denunciar a quien se queda con 500 canciones sin el permiso de sus dueños.
Y claro, ya sé que este es un discurso muy simple al que nadie se opondrá. «Tú también tienes derecho a ganarte la vida…» —me dicen—. Y yo pienso, sí, pero no podrá ser haciendo música.
La verdad y la mentira a través del cristal con qué se mira… Afirmo que éste es enormemente transparente e incoloro.