martes, 26 de marzo de 2013

Sobre el arraigo a determinados objetos



Ha de pasar mucha vida para comprender determinados sentimientos, ciertas emociones que experimentamos cuando nos desprendemos de un objeto, anhelo de otro tiempo, convertido ya sólo en una reliquia, un símbolo que, al observarlo, nos devuelve a otro momento de nuestra existencia; momento en el que nos reconocemos... digamos que distintos. 

Corría la primavera de 1994, diez años después del año de Orwell, pero también el mío: mi empresa discográfica, la que me secuestraba el tiempo, marchaba con viento a favor. Se habían vuelto a reunir los Asfalto y defendíamos nuestro flamante álbum: "El Planeta de los Locos" con una renovada esperanza de que ahora sí, tal vez, volvería a ser nuestro momento. Complicándome la existencia había montado, con un socio del que me arrepentí tan sólo un año más tarde, un nuevo negocio y todo parecía ir mejor de lo esperado. En esas se me averió el coche y decidí cambiarlo por otro parecido. Entré en un concesionario Renault y, que curioso, el vendedor terminó mostrándome un Honda Accord; blanco, inmaculado, con apenas 30.000 kms. que estaba en venta de ocasión. Fascinado por su línea, discreta pero elegante y a la vez con cierto aire dinámico por su afilado perfil frontal. No tardé mucho en decidirme. Quise observar que fue él quien me miraba a mí y me elegía como su dueño. Sí, ya sé que esto es relatar de una forma poética una experiencia simple, pero es que fue así; palabra que sí. Pocos días después lo conducía con placer: un auto potente, con carácter, pero muy noble y seguro. Era justo el coche que iba conmigo; tanto así que, justo unas semanas después, la Compañía cobraba la factura de un cliente en quiebra, aceptando como pago un flamante Mercedes. Un coche espectacular, objeto de deseo de muchos nuevos ricos. Podía haber sido aquel “pepino” (como dicen hoy) mi coche; pero no. El hijo de un obrero no cabía dentro de aquel símbolo de ostentación.

Los siguientes cinco años los vivimos juntos. Su interior fue testigo de mis reflexiones en voz alta, de mis desencantos y de mi declive empresarial. Un día llegó una orden de embargo, injusta y cruel. Fuera de mi presencia, no quise verlo, el vehículo fue entregado cumpliendo el requisito que ejecutaba el ayuntamiento del pueblo donde aún sigo viviendo.

Pasaron siete años y, cuando aquel coche sólo era un recuerdo, me encontré al secretario que me dijo que mi auto llevaba todo ese tiempo durmiendo en el garaje municipal. El juzgado jamás se hizo cargo del embargo, así son a menudo estas cosas. Me invitó a verlo. No pude por menos que aceptar y… de nuevo, volví a experimentar su mirada; en esta ocasión una mirada triste: todo él cubierto de polvo, las ruedas desinfladas… en fin, hecho una pena. Se hicieron las gestiones y en un par de meses el vehículo volvía a circular. Me comentó el mecánico que sólo hubo que cambiarle la batería, el aceite y demás fluidos y que, al girar la llave, arrancó a la primera con un rugido orgulloso. 

Evidentemente habían pasado muchos años y aquel coche, aún conservando intactos todos sus atributos, ya sólo salía de paseo si alguien en la familia lo quería mover. Y así pasaron tres o cuatro años, hasta que, supongo que deprimido por verse relegado al papel del segundón, decidió averiarse. Nadie de la familia quiso repararlo, no merecía la pena, gastaba mucha gasolina, decían en casa. Lo llevé al taller y allí quedó a la espera de que alguien tomara la decisión de pagar los más de 2.000 euros que suponía volverlo a poner en circulación. Nadie, ni de casa ni de fuera, lo hizo. Viendo que la decisión no llegaba, a la espera de mejores tiempos lo aparcamos a la puerta de casa, como si, formando parte de la familia, ese y no otro debiera ser su sitio.

Cada mañana, al regresar del desayuno, le he observado estos últimos años y, en cierto modo, a veces, he creído apreciar en él la mirada melancólica de un viejo que sólo desea el descanso eterno. En más de una ocasión le he dado una sonora palmadita sobre su capó, como diciéndole: amigo, así es la vida… pero yo quiero que sigas aquí. La verdad es que en el fondo sabía que el final, su desguace, estaba al llegar.

Hoy le he visto emprender su último viaje sobre una grúa. Será la última vez que la brisa del viento acaricie su chapa. Quisiera pensar que es algo más que un objeto inanimado y que en estos momentos su memoria le haya llevado por tantos y tantos recuerdos vividos a mi lado. Adiós amigo. Con él se ha marchado algo así como un compañero que forma parte de mi pasado, uno más, convertido en símbolo de otros tiempos en los que hubo de todo.

¿Por qué experimentamos esta clase de afectos sobre los objetos? Reflexionando he descubierto la explicación que sin pensarlo ya expresé en la letra de Prisionera Enmarcada (1986) “Eras papel y ahora eres vida, yo te la di…” Se ve que hay quien sobre ciertos objetos inanimados a veces vuelca el afecto que le sobra o que no encuentra a quién entregarlo. 

1 comentario:

Javier Bravo dijo...

Un Rocinante... de acero :)