Marujita García nunca existió, pero tengo la sensación de que la he conocido. Es tan fresco su recuerdo que la puedo describir tal cual la observaba a la salida de misa de diez: un cuerpo mínimo dentro de un vestidito blanco de organdí con sus dos trenzas anudadas, cada una con un lazo azul, a juego con el que fruncía su cintura. Marujita observaba aquel ambiente con mirada ajena, como si nada fuera con ella. Sin soltar la mano de tía Luisa, modosita y paciente, esperaba que ésta saludase uno por uno a todos los concurrentes que, tras la ceremonia, se quedaban rezagados en aquella especie de plazuela acotada por una barandilla; la misma en la que los chicos más atrevidos del barrio, es decir, casi todos, los domingos por la tarde cuando se celebraba algún bautizo, cantaban aquello de: «Eche usted padrino no se lo gaste en vino…» Con ello provocaban el ser obsequiados con algunas monedas que rodaban por el suelo que, como mucho, daban para un chicle bazoca o para jugar una partida de futbolín a pierdepaga.
Marujita asistía al colegio de Santa Teresita, lugar dónde sería educada en forma y modo cristiano, lo que la calificaría con alta nota para a futuro ser buena madre y esposa, de educación religiosa; como diría la ya casi olvidada Cecilia. Y por supuesto que así fue. Uno a uno incorporó a su vida todos los preceptos que, si bien no le asegurarían la paz en este mundo, si que le reservarían un lugar en el Paraíso al lado de sus abuelitos, y de su mamá. De su padre tenía la certeza de que, el día que aconteciera su muerte, viajaría con billete pagado a las calderas de Pedro Botero, porque motivos no le iban a faltar al Supremo para condenarle, de lo cual ella se alegraba, pensamiento que siempre compensaba santiguándose a toda velocidad. El viejo militar no distinguía tropa, para él, todos, incluidos sus hijos, eran subordinados a los que había que conducir con mano dura.
Una tarde de otoño, justo cuando a la puerta de casa cargaba con mis instrumentos, vi pasar a Marujita. Para entonces se había convertido en una bella joven de porte discreto a la que no se le conocían relaciones en el barrio. Enigmática, mantenía la misma mirada ausente de siempre. Poseía esa forma neutra de observar que tienen los que están sin llegar a estar. Iba acompañada de un tipo de buenas hechuras, bien vestido y de pelo muy corto, para lo que por entonces se llevaba, que supuse su novio. Ambos esperaban tomar un taxi en la esquina del Paseo de la Esperanza y sin venir a qué, nuestras miradas se cruzaron enredándose durante unos dilatados segundos. No era la primera vez que eso había ocurrido. Marujita y yo nos escrutábamos con la mirada desde que fuéramos niños, pero nunca llegamos a intercambiar una sola palabra. Para mí ella era una incógnita que, de algún modo, estaba interesado en despejar, un enigma atractivo. En aquella ocasión tuve la sensación fulgurante de que, de aquellos ojos negros, brotaba la primera mirada concreta y expresiva que hasta entonces había podido observar en ella: juro que percibí un mensaje de auxilio que se me clavó en el alma.
Hace muchos años que abandoné el barrio, tal vez fuera que el barrió me dejó a mí cuando, con diferentes destinos, mi madre y mis amigos lo fueron abandonando. Pero de vez en cuando necesito caminar por sus calles y me sumerjo entre los edificios buscando en ellos algún detalle que refresque esa parte de la memoria donde se alojan las pequeñas e irrelevantes cosas que nunca fueron determinantes de nada, pero que cosquillean el alma cuando las redescubres. En esas tuve la sensación de observar la misma esquina dónde Marujita esperaba aquella tarde un taxi al que se subiría con el que, tiempo después, tomaría como esposo y fuera padre de sus dos hijas. Un “buen chico” que cumplió con la función de ser sostén económico de la familia. Gentil y cordial de puertas para afuera, resultó ser un necio negado de sensibilidad. Pésimo como amante y como proveedor de leña para atizar el fuego del interés que estimula la complicidad y la atracción dentro de toda relación de pareja. Fue incapaz de entender por qué ella no era feliz y se deslizó a través de un fundamentalismo cristiano que, de pretender acercarse tanto a Dios, terminó por distanciarse cada día más de su esposa. Ella dedicó lo mejor de su tiempo a sus dos hijas hasta que fueron grandes, y lo hizo justo en el sentido contrario del que ella había sido educada: el de la autosuficiencia. Obsesionada, hizo de ello la causa que diera sentido al hecho de seguir viva.
Cuando las niñas, ya mayores, salieron volando, a Marujita le faltó el coraje suficiente para hacer lo mismo y escapar de un hogar que la asfixiaba. Apiadándose de él no fue ni capaz de odiarlo y permaneció en casa rodeada por un muro de silencio tras el que se encerró con la sola compañía de su angustia.
Hace unos meses supe de todo esto cuando alguien, que la conoció de cerca, me contó que Marujita había dejado la vida envuelta en una terrible tristeza y, lo peor, con la certeza de que no esperaba alcanzar el Paraíso, consciente de que, de él, había pasado de largo en vida.
Por supuesto Marujita no existió nunca, como bien has podido comprender...