Soy,
he sido y seré crítico con el trazo grueso, las conclusiones indocumentadas y
la negación de los matices grises que hay entre el blanco y el negro. Cuando
creo tener las cosas claras, no por ello dejo espacio para albergar sitio a las
dudas. Cuanto dolor nos hubiéramos ahorrado en este país, supongo que en los
demás también, si hubiéramos puesto un poco más de voluntad para comprender la
postura del otro.
Hijo
de un perdedor de la guerra del 36, nací y crecí en un ambiente opositor que me
situó irremediablemente del lado de los inconformistas. Estaba predestinado a
formar parte de ese núcleo de beligerantes en pos de un cambio que permitiera
otro gobierno, otra sociedad. Pero no por ello dejé de crecer pensando en que,
más allá de donde mi visión alcanzaba, igual habría horizontes donde poder
contrastar opinión. Tuve la gran suerte de viajar y, viajando, he llegado a
aprender mucho más de lo que nunca llegué a imaginar.
Mis
primeros viajes, siendo niño, marcaron en mí un afán viajero que ha perdurado. En
casa teníamos familia exiliada en Francia y, como mi padre era ferroviario, de
Madrid a Hendaya el tren nos salía de balde; fue así que pudimos permitirnos aquellos
y otros viajes. Estando allí, recuerdo que mi padre se la pasaba comentando las
diferencias con lo que teníamos en España. Para progreso, decía, aquel en el
que hasta un albañil podía tener su propio coche; y todos los niños bicicleta,
pensaba yo. El hombre atribuía la causa de nuestros males a lo mal que nos llevábamos
unos españoles con otros, a la dificultad de aunar criterios y a la poca
lucidez que denotaban nuestros políticos. ¿Les suena?...
Pasaron
los años y la dictadura, y desgraciadamente también mi padre, desaparecieron. España
tomó carrerilla y conseguimos que el país tuviera una realidad social muy comparable
a la de nuestros vecinos. A trancas y barrancas conseguimos instaurar un
sistema democrático que definitivamente nos equiparaba. Aún así, seguíamos
diferenciándonos en algo muy determinante: España aún permanecía infectada por
el virus perverso del nacionalismo, el central y el periférico. Consecuencia de
ello, fuimos contabilizando atentados año tras año por parte de quienes el “hecho
diferencial” entendían que se debía instaurar como un muro de salvaguarda y,
además, por la fuerza; como si al conjunto de la población española pensante le
importara que cada cual hiciera de su capa un sayo… Ni tan siquiera que la
gente quisiera llenar sus bolsillos con el peso de las piedras de la ignorancia
y el resentimiento; eso sí, todos pedíamos, rogábamos, para que no nos las
tirasen a la cabeza. ¡Cuanto sufrimiento gratuito!… ¡Qué gran desenfoque de la
visión de futuro!
Cuando
por fin las pistolas de los pistoleros dejaron de matar, resulta que ahora se nos
presenta de nuevo la fría sombra de un enfrentamiento que sólo lo sustentan las
mentes simples contaminadas de odio y los egoístas acaparadores de poder y control.
Y todo ello justificando la existencia de un “pueblo”… ¿Qué pueblo? ¿Cómo se
delimita? ¿Sirve en el que vivo?... ¡Hala, ya está servida la ignominia en
plato caliente!
Queridos
amigos, un músico como yo que me he pasado la vida cantando al sentimiento universalista,
no quería intervenir a este respecto porque creo que, todo lo que tenía que decir
en mi vida, ya lo he dicho a través de las canciones. Pero llevo unos días
fastidiado pensando que algo grave, de consecuencias inmanejables, se está cociendo
dando forma a un guiso difícil de digerir, que, además de severo ardor de
estómago traerá consigo mucho dolor de cabeza por la desafección de cientos de
amigos, de familias… Y me duele. Sobre todo porque escucho intervenir en esa
maldita cocina a gente que no me merece ningún crédito como chef, y sí que los veo
como alquimistas errados, incapaces de poner encima de la mesa sustancia,
ideas, en positivo para arreglar tamaño desaguisado.
En
mi opinión, el problema en Cataluña no se va a resolver desde la sentimentalización
de la política. No, precisamente ese es el problema: no entender que la política
es sólo una forma de organizar la cosa común en una sociedad que así lo ha
querido. Y nada más. Los sentimientos, experiencia individual, terminan diluyéndose
en dogmas alejados de la razón cuando pasan a ser colectivos. Es ahí, en ese
caldo de cultivo, que surge el nacionalismo transformando un sentimiento lícito
de pertenencia pervirtiéndolo en un arma para golpear al vecino. Millones de
muertos ha dejado en el siglo pasado la práctica de esta ideología obsoleta y
nefasta. Me duele que aún haya jóvenes que la acojan como suya para acabar con
el sistema. Les sugiero que, si realmente quieren cambiar las cosas, emprendan
la revolución interior, se documenten, se acerquen sin miedo a la verdad de las
cosas y ejerzan el derecho a decir “no”; incluso al poder y la influencia de
las grandes corporaciones que han asfixiado su esperanza.
No
pretendo en este artículo convencer a nadie, ni tampoco concluirlo sin aportar
una sola idea en positivo; aunque más me hubiera gustado escucharla por parte
de quienes tienen la posibilidad de llevarla a cabo.
En
mi opinión España es un país que lleva mas de 200 años tratando de encontrarse.
Pocos países, y conozco unos cuantos, se quiere tan poco a sí mismo. Bien, asumiendo
esto como evidencia y principio, veamos qué se puede hacer.
En
1978 nos dimos una Constitución que ha servido de mucho, sin duda imperfecta según
desde que lado se mire, pero no más que otras. Bien, llegados hasta aquí, toca
reformarla. Y no sólo para dar acogida a las demandas de las insatisfacciones
nacionalistas, no, sino para salvar la convivencia y, si ésta, después de todo,
no se da, pues nada, inventemos otro país y ya, a otra cosa. Daré mi apoyo a la
formación de la República Ibérica. Por ejemplo.
Modificaría
la Carta Magna proponiendo el refrendo popular de la voluntad de autonomía que
cada región quiera tener. Por poner un ejemplo: sería bueno saber si
castellanos, extremeños, murcianos, madrileños… quieren tener su auto-gobierno
o simplemente acceder a otro modelo en el que ser administrados de forma conjunta
con otras regiones, igual de efectiva a pie de calle y, eso sí: más barata. Sí,
ya sé que eso dejaría en el paro a muchos políticos, pero es que es de eso de
lo que se trata: abaratar en la gestión haciéndola igual o más eficiente. Respecto
de las comunidades llamadas “históricas” (no sé por qué las demás no lo son),
que estas definan las competencias que requieren para sí salvaguardando el
compromiso solidario que han de adquirir, en cuota alícuota con el conjunto,
por los servicios compartidos como: defensa, orden público, comunicaciones e
infraestructuras, etc. Plasmaría, en ese nuevo acuerdo, claro que sí, el
derecho a decidir la pertenencia. Pero no sólo de una comunidad al conjunto de
España, sino también de un municipio a una mancomunidad, de una mancomunidad a
una comunidad autónoma. Sería lo más democrático, ¿o no? Y eso sí, para
cualquier decisión de segregación o unión, se precisará la mayoría de dos
tercios del censo afectado. No sería justo que un 50,1% de la ciudadanía, obligue
al otro 49,9% a la ruptura de su status.
Aún
habría que incluir en esa nueva Constitución muchos más aspectos que corrijan y
mejoren lo que ya tenemos. De ello se encargaría, no el poder político, sino la
concurrencia de un Consejo de Estado que incluya a las mentes que acrediten trayectoria
y lucidez. La política es cosa muy seria como para dejarla en exclusiva en
manos de los políticos. La nueva Carta Magna, por supuesto, deberá ser aprobada
con el voto afirmativo de las dos terceras partes de la ciudadanía española y,
caso de no conseguirse tal consenso, habría que seguir enmendándola hasta
alcanzarlo.
Si alguien tiene una idea mejor para derribar este muro
intolerante, que la aporte.