En una vieja caja de madera que lleva conmigo toda la vida y
que seguramente también acompañó la de mi madre, conservo algunos objetos
llenos de valor sentimental.
Me sirven para, a través de ellos, anclar la memoria
familiar. Dentro, mi madre depositaba detalles, recordatorios, joyas sin otro
valor que no sea el de servir de estímulo a la memoria. Principalmente fotos.
Viejas fotos que he seguido conservando y que, de vez en cuando, miro como si,
a través de ellas, pudiera colarme en el tiempo en el que fueron tomadas. De
tanto observarlas, creo que me las sé todas. Pero aun así las he seguido
mirando una y otra vez bajo muy diferentes estados de ánimo, siempre con gran
necesidad de hacerlo.
Muchos no recuerdan la fecha concreta del día de su primera
comunión. Yo la sé porque hay en esa caja uno de aquellos recordatorios que
decían eso de: “El niño fulanito de tal,
hizo su primera comunión en compañía de su familia y amiguitos el día tal y
tal… en la Parroquia de, etc….” Es
por eso que puedo dar fe que el domingo 21 de junio de 1961, servidor recibió
el “Cuerpo de Cristo” por primera… y única vez.
Supongo que mis padres hicieron el esfuerzo porque no me
viera señalado en el bloque como el único niño de mi edad que no habría
celebrado su primera comunión. En las fotos, a mi padre se le ve discretamente
ausente y a mi madre, ministra de finanzas en el gobierno familiar, preocupada
por de dónde hacer los “recortes” para asumir tal dispendio. Eso sí, mis primos,
mis amiguitos, el conjunto de la chiquillería, disfrutamos con la celebración
poniéndonos ciegos a tarta. A mis abuelas, se las ve felices en las fotos
acreditando nietos sanos y bien alimentados. Tanta hambre en su memoria.
Fue una ceremonia compartida, coral, como suelen ser la
mayoría. Tras el peaje de unas semanas de catequesis, se nos adoctrinaba para
tan sublime acto. El primer momento solemne de nuestra vida del que normalmente se tiene
recuerdo: un día especialmente festivo en el que las niñas se vestían de novias y a los niños, por primera vez,
nos ponían de pantalón largo —la gente hoy lo ignora pero, los chavales de los
años 50 llevábamos pantalón corto hasta en invierno… nunca entendí por qué—. Emparejados
acudíamos al altar, yo lo hice junto a una niña de vestido blanco inmaculado, largo, con
velo y con diadema de princesa. ¿Qué habrá sido de su vida? Acudíamos con miedo ante la responsabilidad del momento. Se nos decía que no había que sacar mucho
la lengua al recibir la hostia, si se hacía, podía resultar un gesto ofensivo a
Dios; también había que tener cuidado de que no se nos cayera al suelo, pues una
hostia consagrada de ninguna manera puede caer por tierra; y no acababa ahí la
cosa, lo peor es que, una vez que por fin tenías "la forma" en la boca, habrías que concentrarte
en evitar masticarla, eso sería como morder el cuerpo de Cristo, de hacerlo, quedarías
condenado a los infiernos de por vida ¡Qué barbaridad…! En fin, un montón de
gilipolleces que sólo tenían la finalidad de hacernos temerosos de Dios y de su
entorno. De ahí que jamás volviera a comulgar; entre otras cosas porque ni
tenía sentido de culpabilidad por mis pecados ni tampoco propósito de la
enmienda. Además no me gustaba como me miraban los curas.
Exactamente hoy, se cumplen 52 años de la instantánea que
ilustra. Si os fijáis, además de esa criatura ubicada dentro de un suntuoso
traje de alférez de marina, que mis padres compraron en los almacenes Bobo y Pequeño de la calle
Atocha, por supuesto que con vales descuento de la Renfe (una forma de pago
diferido), podréis observar la mirada de un niño temeroso, no de Dios, sino del
sacerdote que me estaba dando la comunión al que pedía que no le temblara el
pulso.
Han pasado más de cinco décadas y cuando parecía que a
nuestros hijos (ninguno de los míos quiso hacer la comunión) se les había
explicado que el hecho religioso queda para los ámbitos personales e íntimos,
ahora viene una pandilla de imbéciles a decirnos por ley que regresamos al
pasado y que a los niños, en lugar de enseñarles a ser ciudadanos libres y
responsables, es mejor que se les vuelva a hacer temerosos de Dios.
Qué bien que le viene al poder la sociedad teñida de miedo.