En tiempos, ya lejanos, había canciones en las que se citaba a septiembre como el mes de la nostalgia. En ellas se hacía alusión a ese sentimiento que, para una gran mayoría, representaba el regreso a la rutina desde la añoranza de un verano que tocaba a su fin. Y sí, así solía ser, y puede que en la mayor parte de los casos hoy también lo siga siendo.
Desde mis recuerdos de adolescencia, si es que alguna vez llegué a ser adolescente, percibo que aquellos veranos estaban llenos de estímulos. No podía ser de otra forma. En esta parte del globo terráqueo donde he nacido, crecido y me he ido haciendo mayor, el verano facilita muchas de esas cosas que favorecen la vida en forma más amable.
Por más que nunca le guardé rencor al invierno, si he de reconocer que al otoño le tuve cierta ojeriza durante mucho tiempo. Un 13 de octubre, cuando sólo contaba 14 años, se produjo el gran cataclismo de mi vida, algo que me marcaría para siempre: la muerte de mi padre.
Por más que nunca le guardé rencor al invierno, si he de reconocer que al otoño le tuve cierta ojeriza durante mucho tiempo. Un 13 de octubre, cuando sólo contaba 14 años, se produjo el gran cataclismo de mi vida, algo que me marcaría para siempre: la muerte de mi padre.
Con el paso del tiempo he ido haciendo las paces con la última de las estaciones del año. Ahora me gusta el color que le da a los campos y la llegada de esa lluvia que lo refresca todo. De a poco fui descubriendo que, justo en esos meses, era cuando se propiciaba el inicio de algo nuevo. Para mí, y para muchos, el año comienza justo ahí, a pesar de que el calendario gregoriano nos lleve al primero de enero para hacer ese protocolario punto y aparte. Definitivamente el año debiera iniciarse justo coincidiendo con el arranque del nuevo curso, que, tras el relajo veraniego, es el momento de la puesta en marcha de los nuevos propósitos.
A decir verdad, a estas alturas de vida, finalizando el verano me siento cansado. De un tiempo a esta parte observo que llevo a peor el calor estival, calor cada vez más insoportable. Por otro lado, ya hace años que aquel estímulo que en mí representaban las giras de verano se fue diluyendo en sólo unos pocos conciertos al aire libre. Nada que ver con lo que fuera antaño. En realidad han terminado dándome cierta grima las fiestas populares, esa celebración colectiva del “porque toca”, de las que tantos músicos, más por obligación que por devoción, se sirven para sacarle algún rendimiento a esta profesión haciendo simulacro de una alegría que en la mayor parte de los casos no es la suya.
Y aquí me encuentro. En estos días me pongo a planificar qué hacer para que no se apaguen en mí las ganas de seguir estando activo y como consecuencia vivo. Me importa relativamente poco ese binomio de que trabajar es igual a ingresar dinero en la cuenta, cuenta que a menudo se vacía con gastos que no siempre tienen una inteligente justificación. No, ese tipo de ambiciones, en mí, quedaron apaciguadas en el capítulo de los deseos, los íntimos y los públicos. Cierto que ya ni dependo de nada, ni nadie depende de mí y, eso, de verdad lo digo porque lo siento así, me da una profunda paz sobre la que trato de sustentar el equilibrio necesario para seguir siendo justo ese que quiero ser. Me veo caminando libre de cargas totalmente dueño de mis pasos, a sabiendas de que no hay metas que alcanzar y consecuentemente ya nada me esclaviza el ánimo. Por fin he terminado por adueñarme de todo mi tiempo sin a penas haberme dado cuenta. Qué gran tesoro administro, amigo.